Veinte años después, la guerra contra el terrorismo continúa
El 31 de agosto, cuando el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, le dijo a una nación exhausta que el último avión de carga C-17 había salido …
El 31 de agosto, cuando el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, le dijo a una nación exhausta que el último avión de carga C-17 había salido de Kabul —que ya estaba controlada por los talibanes— le puso fin a dos décadas de desventuras militares estadounidenses en Afganistán. El mandatario defendió la salida frenética y manchada de sangre con una simple declaración: “Yo no iba a extender esta guerra para siempre”.
Sin embargo, la guerra continúa.
Mientras Biden cerraba el telón sobre Afganistán, la CIA estaba expandiendo silenciosamente una base secreta en las profundidades del Sahara, donde opera vuelos con drones para monitorear a los militantes de Al Qaeda y el Estado Islámico (EI) en Libia, así como a los extremistas en Níger, Chad y Mali. El Comando de Estados Unidos para África reanudó los ataques con aviones no tripulados contra Shabab, un grupo relacionado con Al Qaeda en Somalia. El Pentágono está analizando si debe ordenar el regreso de decenas de entrenadores de las Fuerzas Especiales a Somalia para ayudar a las tropas locales en el combate contra esos militantes.
Incluso en la propia Kabul, un feroz ataque con aviones no tripulados contra hombres que se cree que eran conspiradores del EI y planeaban atacar el aeropuerto presagia un futuro de operaciones militares en esa zona. La operación, que el Pentágono calificó como un “ataque justo” realizado para evitar otro atentado suicida, mostró las capacidades “en el horizonte cercano” de Estados Unidos, para usar una frase usada por Biden. Los familiares negaron que los hombres atacados fueran militantes y dijeron que la operación mató a diez personas, siete de ellas niños.
Veinte años después de los ataques terroristas de septiembre de 2001, la llamada guerra contra el terrorismo no da señales de terminar. Aumenta y disminuye, en las sombras y afuera de los titulares mediáticos. Ya no se trata de un choque de época sino más bien de un conflicto de baja intensidad que estalla ocasionalmente, como en 2017, cuando militantes del EI emboscaron a soldados estadounidenses y locales en las afueras de una aldea en Níger, lo que ocasionó el fallecimiento de cuatro estadounidenses.
Hacer un balance de esta guerra es complicado porque no se puede separar de las calamidades generales de Afganistán e Irak. En esos países, Estados Unidos fue más allá de las tácticas del contraterrorismo con el fin de implantar un proyecto más ambicioso y nefasto para transformar a esas sociedades tribales fracturadas en democracias al estilo estadounidense.
Esos fracasos están grabados en las vergonzosas imágenes de los prisioneros de Abu Ghraib en Irak o los afganos desesperados que se cayeron de un avión estadounidense. Están documentados en la muerte de más de 7000 militares estadounidenses, cientos de miles de civiles y billones de dólares estadounidenses malgastados.
La guerra contra el terrorismo, en gran parte librada de manera encubierta, desafía esas métricas. Cada vez se trata más de socios. Gran parte ocurre en lugares distantes como el Sahel o el Cuerno de África. Las bajas estadounidenses, en su mayor parte, son limitadas. Y el éxito no se mide capturando una capital o destruyendo el ejército de un enemigo, sino dividiendo los grupos antes de que tengan la oportunidad de atacar tierra estadounidense o activos en el extranjero como embajadas y bases militares.
Bajo ese criterio, según dicen los expertos en contraterrorismo, la guerra contra el terrorismo ha sido un éxito indiscutible.
“Si el 12 de septiembre hubieras dicho que solo tendríamos 100 personas asesinadas por el terrorismo yihadista y solo un ataque terrorista extranjero en Estados Unidos durante los próximos 20 años, se habrían reído de ti”, dijo Daniel Benjamin, coordinador de la lucha contra el terrorismo del Departamento de Estado en el gobierno de Obama.
“El hecho de que eso estuviese acompañado de dos guerras hace que sea difícil para la gente analizar cuán exitosas han sido las políticas antiterroristas”, dijo Benjamin, quien ahora preside la Academia Estadounidense en Berlín.
Hay otras razones que explican que no se haya ejecutado un ataque extranjero importante: una seguridad fronteriza más estricta y la ubicuidad de internet, que ha facilitado el seguimiento y la interrupción de los movimientos yihadistas; o los efectos de la Primavera Árabe, que hicieron que los extremistas se preocuparan por sus propias sociedades.
Tampoco es exacto decir que Occidente está protegido del flagelo del terrorismo. El atentado del tren de Madrid en 2004; los atentados con bombas en el metro y el autobús de Londres en 2005; y los ataques de 2015 contra un club nocturno y un estadio en París, todos tenían el sello distintivo del tipo de operación bien organizada que desencadenó una tormenta de fuego y muerte en el bajo Manhattan y el Pentágono.
“La guerra contra el terrorismo solo puede evaluarse como una estrategia relativamente exitosa dentro del mundo occidental, y más en Estados Unidos que en Europa Occidental”, dijo Fernando Reinares, director del Programa de Radicalización Violenta y Terrorismo Global del Real Instituto Elcano de Madrid.
Sin embargo, en comparación con los fracasos generales en Irak y Afganistán, la “otra” guerra contra el terrorismo ha logrado su objetivo fundamental de proteger a Estados Unidos de otro ataque como el del 11 de septiembre.
La pregunta es: ¿A qué costo?
Los abusos y excesos de la guerra, desde la tortura hasta el asesinato por control remoto con drones, le han costado a Estados Unidos su autoridad moral en todo el mundo. Sus ejércitos ocupantes engendraron una nueva generación de franquicias de Al Qaeda, mientras que los combatientes vestidos de negro del Estado Islámico se adentraron en el vacío dejado por las tropas estadounidenses que partían en Irak. Y el drenaje financiero de una campaña antiterrorista en expansión ha sido enorme, alimentando los presupuestos militares incluso años después de que terminaron los principales combates en Afganistán e Irak.
¿Estados Unidos podrá sostener este gasto colosal en una era en la que Biden está tratando de recalibrar la política exterior estadounidense para abordar nuevos desafíos como el cambio climático, las pandemias y la rivalidad de las grandes potencias con China?
Un nuevo tipo de guerra
Pocos presidentes ofrecieron una descripción más sucinta de este nuevo tipo de guerra que Barack Obama cuando habló con los cadetes graduados de la Academia Militar de Estados Unidos en 2014. Dijo que los graduados ya no tendrían que servir en guerras mal engendradas, pero deberían enfrentarse a una telaraña de amenazas terroristas desde Oriente Medio hasta África.
“Tenemos que desarrollar una estrategia que coincida con esta amenaza difusa; una que amplíe nuestro alcance sin enviar efectivos a operaciones que presionen demasiado a nuestras fuerzas armadas o susciten resentimientos locales”, declaró Obama a una audiencia silenciosa en una mañana fría. “Necesitamos socios para que luchen contra los terroristas junto con nosotros”.
El presidente mencionó a Siria, Yemen, Somalia y Libia, donde Estados Unidos estaba entrenando a las tropas locales, suministrando armas o ejecutando ataques con aviones no tripulados. No mencionó a Pakistán, donde supervisó una escalada de la CIA con ataques de drones, a pesar de la angustia por su falta de responsabilidad pública.
Pero esta serie de conflictos no muestran el alcance de las operaciones estadounidenses, similares a un pulpo, que se expandieron aún más bajo su sucesor, Donald Trump. Entre 2018 y 2020, Estados Unidos participó en diversos tipos de actividades antiterroristas en 85 países, según el Proyecto Costos de la Guerra de la Universidad de Brown.
Las fuerzas estadounidenses participaron en combates, bien sea de manera directa o mediante representantes, en 12 países incluidos Irak, Kenia, Malí, Nigeria, Somalia, Siria, Yemen y Afganistán. Estados Unidos ha tenido la autoridad legal para realizar operaciones especiales en Camerún, Libia, Níger y Túnez. Y ejecutó ataques aéreos o con drones en siete países: Afganistán, Irak, Libia, Pakistán, Somalia, Siria y Yemen.
Las tropas estadounidenses han realizado ejercicios de entrenamiento antiterrorista en 41 países. Y Estados Unidos ha entrenado a las fuerzas militares, policiales o fronterizas de cerca de 80 países, según Stephanie Savell, codirectora del proyecto, en el Instituto Watson de Asuntos Públicos e Internacionales de Brown.
Según Savell, aunque el ritmo de algunas actividades se desaceleró durante la pandemia, “Biden está duplicando estas operaciones remotas”.
El desvanecimiento del ejército afgano entrenado por Estados Unidos frente al avance de los talibanes afecta el concepto de trabajar con socios locales, al igual que la retirada generalizada de las tropas iraquíes ante los combatientes del EI, que lograron establecer un califato en gran parte de Irak y Siria en 2014 y redes terroristas organizadas en Europa.
Pero hay otros ejemplos en los que Estados Unidos, con ambiciones más realistas y objetivos limitados, ha podido forjar asociaciones fructíferas con las milicias locales. Los combatientes kurdos sirios, con la ayuda de las tropas estadounidenses, desalojaron al Estado Islámico de Siria, mientras que las milicias libias, ayudadas por los ataques aéreos estadounidenses, desarraigaron a los combatientes del EI de su base en la ciudad libia de Sirte.
“Eran bastiones urbanos donde había militantes que planeaban ataques contra Estados Unidos”, dijo Kim Cragin, investigadora principal en contraterrorismo en la Universidad de Defensa Nacional. “Y no fueron misiones de 20 años; eran operativos de seis meses”.
Entre la cooperación policial, el entrenamiento militar y el intercambio de inteligencia, la guerra contra el terrorismo ha sido uno de los mejores ejemplos de multilateralismo en las últimas décadas. A diferencia de, por ejemplo, la competencia económica con China, Estados Unidos y sus aliados se han mantenido notablemente sincronizados sobre la necesidad de luchar contra el terrorismo desde la semana posterior a los ataques del 11 de septiembre cuando, por primera y única vez en su historia, la OTAN invocó el artículo 5 del principio de autodefensa colectiva.
“Uno de los mayores éxitos de la guerra contra el terrorismo es el que más damos por sentado: los estrechos vínculos con nuestros aliados”, dijo Bruce Hoffman, experto en contraterrorismo de la Universidad de Georgetown. “Siempre podíamos contar con ellos en temas de la lucha contra el terrorismo”.
Nadie sabe el modo en el que la caótica salida de Estados Unidos de Afganistán afectará esas relaciones. Hoffman dijo que le preocupaba que la supuesta falta de consulta del gobierno de Biden con los aliados europeos, que ha enfurecido a los líderes políticos, se filtre hacia los rangos de inteligencia.
A pesar de todos los esfuerzos por presentar la misión estadounidense como humana y moralmente justa, los largos años de derramamiento de sangre desilusionaron a los aliados y endurecieron a los adversarios. Algunas operaciones estadounidenses, como en el país africano de Burkina Faso, no solo no lograron erradicar el extremismo, sino que existe la posibilidad de que lo hayan empeorado.
La otra cara de la colaboración es que Estados Unidos arremetió contra actores poco agradables: desde la dura intervención en Yemen para apoyar a Arabia Saudita o el respaldo a Egipto, que ejecutó una brutal represión contra sus oponentes internos en nombre de la lucha contra el extremismo.
En casa, el consenso político que sustentaba la guerra contra el terrorismo se está fracturando, lo cual es visto como uno de los efectos de la extrema polarización de Estados Unidos. Algunos republicanos pidieron que Biden fuera sometido a un juicio político después del ataque suicida en el aeropuerto de Kabul que mató a 13 miembros del servicio, algo que hubiera sido imposible imaginar que le sucediera a George W. Bush después del 11 de septiembre.
Trump y algunos de sus antiguos colaboradores, como el secretario de Estado Mike Pompeo, han criticado duramente a Biden, sin recordar que ellos negociaron el trato con los talibanes que presionó al gobierno afgano para la liberación de 5000 prisioneros de guerra y que comenzó la cuenta regresiva para la retirada estadounidense en 2021.
“El contraterrorismo siempre fue un tema bipartidista”, dijo Hoffman. “Pero los partidos principales ahora tienen profundas divisiones internas al respecto. Los líderes están jugando con el electorado que creen que es más fuerte”.
Los cambios en las opiniones de Biden
Biden participó en la creación de la guerra contra el terrorismo. En enero de 2002, semanas después de que Estados Unidos derrocara a los talibanes, se convirtió en el político estadounidense de más alto rango en visitar el campo de batalla. Después de recorrer una Kabul bombardeada, dijo que Estados Unidos debería participar en una fuerza militar multinacional para restaurar el orden.
“Me refiero a una fuerza multilateral con órdenes de disparar a matar”, dijo Biden, quien entonces era el presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado. “Sin eso, no veo ninguna esperanza para este país”.
En los años siguientes, Biden se desilusionó con la corrupción de los líderes a favor de Occidente y se mostró escéptico de que Estados Unidos pudiera unificar a las tribus en guerra. Se convirtió en el principal detractor del uso gubernamental de la fuerza militar, oponiéndose al aumento de las tropas en Afganistán, la intervención de la OTAN en Libia e incluso desaconsejando el operativo de los comandos que mataron a Osama bin Laden.
Ahora, luego de cumplir su promesa de salir de Afganistán, le corresponde a Biden articular el próximo capítulo de la guerra contra el terrorismo en un país que se ha cansado del tema. Los estadounidenses están mucho más preocupados por el coronavirus, los incendios forestales y las inundaciones repentinas que son ocasionadas por el cambio climático.
“Mi mayor preocupación es que la Administración de Alimentos y Medicamentos no ha aprobado vacunas para los niños menores de 12 años”, dijo Cragin. “El hecho de que la mayor preocupación de mi madre cuando va al cine no sea un ataque terrorista es algo bueno”.
Biden ha dicho que está dispuesto a actualizar una de las reliquias del periodo posterior al 11 de septiembre: la ley de 2001 que autorizó al presidente a librar la guerra contra los responsables de los ataques del 11 de septiembre. Se ha extendido más allá del reconocimiento para justificar una acción militar contra todo tipo de nuevos enemigos. Biden también ha impuesto límites a los ataques con aviones no tripulados y las operaciones de comando, en espera de una revisión.
El lenguaje práctico del mandatario no es diferente al de Obama, su antiguo jefe. Habla de las amenazas difusas del Shabab en Somalia; afiliados de Qaeda en Siria y Yemen; y las organizaciones derivadas del Estado Islámico en África y Asia. Dice que las capacidades “sobre el horizonte cercano” de Estados Unidos le permitirán “atacar a terroristas y objetivos sin tener efectivos estadounidenses en el terreno o, de ser necesario, serán muy pocos”.
Es un marcado contraste con Bush, quien acuñó la frase “guerra global contra el terrorismo”. Durante las secuelas febriles del 11 de septiembre enmarcó la batalla en términos maniqueos, no solo como un desafío de aplicación de la ley o contra el terrorismo, sino como una lucha crepuscular entre el bien y el mal.
“¿Por qué nos odian?”, dijo Bush en una sesión conjunta del Congreso. “Odian lo que ven en esta cámara: un gobierno elegido democráticamente. Sus líderes se autoproclaman. Odian nuestras libertades: nuestra libertad de religión, nuestra libertad de expresión, nuestra libertad para votar y reunirnos”.
A medida que la guerra contra el terrorismo entra en su tercera década, algunos han comenzado a llamarla la era posterior al 11 de septiembre, los presidentes estadounidenses ya no plantean la batalla en términos existenciales. Según Biden, la competencia definitiva de 2021 es entre sociedades abiertas y los autócratas en Moscú y Pekín.
La pregunta es si Estados Unidos, un país dividido y distraído, tendrá los recursos o la paciencia para mantener una política antiterrorista eficaz. La Casa Blanca aún no ha designado a un coordinador antiterrorista en el Departamento de Estado, un puesto importante para un gobierno interesado en soluciones no militares.
Si la guerra contra el terrorismo ayudó a prevenir otro ataque extranjero mortal en suelo estadounidense, fracasó por completo en evitar la proliferación de grupos terroristas. Con el triunfo de los talibanes, estos combatientes tienen una nueva inspiración para fijar su mirada en un objetivo familiar.
“La gente siempre dice: ‘No podemos tener otro 11 de septiembre porque nuestra seguridad es mucho mejor’”, dijo Hoffman. “Pero los terroristas son grandes oportunistas. Siempre están buscando oportunidades”.
Mark Landler es el jefe de la oficina de Londres. En 27 años en el Times, ha sido jefe de oficina en Hong Kong y Fráncfort, corresponsal de la Casa Blanca, corresponsal diplomático, corresponsal económico europeo y reportero de negocios en Nueva York. @MarkLandler